“Los ritos son acciones simbólicas. Transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad. Generan una comunidad sin comunicación, mientras que lo que predomina hoy es una comunicación sin comunidad.” Byung-Chul Han, La desaparición de los rituales, Editorial Herder.
Me muevo lenta en mi hilera. Escucho atenta sobre todo los momentos de silencio de voz humana que se interrumpen al grito de ¡caja! o con los cantos del cancionero folclórico gallego que se saben e interpretan emocionantes las compañeras de vendimia.
“La escucha en silencio une a los hombres y genera una comunidad sin comunicación”, dice Byung-Chul Han cuando reflexiona sobre la fiesta del sabbat y la religión. El silencio no es el descanso de una actividad; la correcta actividad deviene de escuchar la instrucción que dicta el silencio. Todo lo demás es ruido. El ruido aturde y desconcierta. Nos pierde.
¿Eres capaz de esperar inmóvil hasta que tu barro sedimente lo suficiente y el agua vuelva a estar clara? ¿Eres capaz de esperar inmóvil hasta que la acción correcta aparezca?, nos interpela el Tao.
Los humanos modernos vamos aturdidos. Atrapados primero en una rueda de hamster más o menos de lujo en procura de trabajo y dinero -la mayoría hoy malvive o se desvive buscando el trabajo que le dé ¿seguridad?- nos sobrevino una pandemia que trasciende los temores conocidos y los eleva al plano del terror, nos des-conecta de nuestra voz interior. Sin embargo, como especie, somos resilientes, buscamos contra viento, marea y pandemia, maneras de seguir vivos pero mejores, de mantener viva nuestra comunidad, de re-conectar con nuestra pertenencia a la vida una. Cuando trabajamos en rituales como la vendimia, tenemos la oportunidad de experimentar que todo es parte del todo, que es como mejor se me ocurre definir lo que en inglés el maestro zen Thich Nhat Hanh nombra como interbeing.
Estamos ante la maravillosa oportunidad de ejecutar la música del artesano compuesta de cabeza, mano y corazón.
Me muevo lenta en mi hilera a dos metros de mi compañera enmascarada. La vendimia 2020 pasará a la historia como rara. El aire está cargado, sin embargo se vibra entusiasmo -En-Theos, llevar a Dios dentro-. De modo más o menos consciente somos espiritualidad que obra de argamasa y da sentido a nuestra vida en la Tierra.
Cualquier trabajo agrícola de escala artesana puede hacerlo y lo hace, pero la vendimia además es un ritual; un acto que sabemos se repite de modo sistemático cargado de emoción que da profundidad a nuestro existir y colabora en la búsqueda de sentido.
Me muevo lenta en mi hilera a dos metros de mi compañera debidamente enmascarada. Escucho los sonidos del silencio de voz humana. Los reconozco. No floto en el vacío, no estoy perdida, estamos juntos, aquí y ahora, ejecutando la música que dicta el corazón. Mi compañera de hilera me lo confirma interrumpiendo apenas el silencio con un susurro: “Me encanta este sonido”.
Coincidimos. Nuestros corazones están afinados. Busco cómo nombrarlo. Lo describo. Es una percusión metálica afilada y seca cuyo eco resuena entre hileras, en los valles y también in pectore; hay una armonía entre lo de afuera y lo de adentro como si fuéramos Uno, volviendo difuso el límite.
Busco en mi banco mental de datos sonoros, lo siento, mis ojos se mueven inquietos, buscan ordenar letras que danzan en el aire como colibríes volando en círculos. De pronto la calma. Las letras dejan de bailar, se aquietan. Clac, clac, clac, encajan todas formando la onomatopeya.
El sonido metálico y seco de las tijeras que retumba pegado al corazón es chuic, chuic, chuic, y comprendo entonces que la vendimia suena a beso.
Un beso cuyo eco vibrará dentro nuestro hasta el año que viene cuando el ritual se repita.
¿Estaremos escuchando todos lo mismo?
Malena Fabregat