Porque estar al día nunca fue tan fácil

Nadie sabe por qué cuando se creó la Denominación de Origen (Deó) Rías Baixas en 1988, la Península del Morrazo, con su patrimonio vitícola y una cultura única en torno suyo, quedó fuera de ese mapa; había una revolución en ciernes y mucho dinero detrás.

Con apenas 140 km2, es el hábitat de variedades autóctonas descendientes de una estirpe ancestral, la Caíño Bravo, con la cual la Tinta Femia tiene grado directo de parentesco. Se trabajan de tiempo inmemorial en parras bajitas de no más de 60 cm de altura sostenidas por pilotes de granito, muchas de ellas al borde del mar; un paisaje único y en extinción. Dinamizan una economía local que alcanza para completar una jubilación, pero el valor social que genera es incalculable. La Tinta Femia es hoy la razón de vivir de unos hombres -jóvenes de entre 60 y 80 años- jubilados del mar y sus mujeres. Lo que les separa del olvido propio y del ajeno, que es otra forma del abandono. “Aquí nadie vive de la Tinta Femia pero es una forma para no morir, no te salva de nada, pero mantiene vivos a la gente que viene del mar” dice Julián Rodríguez, gallego comprometido, viticultor maldito, poeta sin tierra.

¿Y por qué se siguen dedicando a la viña y al vino entonces? “Lo que pasa es que llegas de la mar, te jubilas, tienes la viña al lado de casa porque la trabajó tu madre, tu suegra, tu mujer, de toda la vida y te da pena abandonar eso. Como no te da tanto trabajo y por no dejar abandonado algo que en esta casa y todas las de Cela es una tradición, ahí te quedas. Pero también hay gente que dice ¡que le den por el saco! y las venden como solar, no como viña.” José Luis López Puig es hombre de mar jubilado y colleiteiro -cosechero-. Parece que no tuviera edad y habla con orgullo contenido. “Este no tiene sulfitos. Ni en la uva, ni en la vendimia, ni en los trasiegos, no lleva de nada. El sabor que tiene es el vino. No está enmascarado. Y se nota tanto que hay gente que no le gusta”. Las gentes de estos parajes han vivido bien de su trabajo en la mar aunque no exentos de angustia. “Antes, cuando los hombres estaban en la mar, las mujeres quedaban en la casa, y una de las cosas que tenía que atender era la viña, por eso se llama Femia… El peso matriarcal en esta zona es importante”, observa en segundo plano Julián Rodríguez, el poeta que comprende el alma morrecense. Lo matriarcal.

Estos hombres de mar en tierra siguieron una tradición y luchan por mantenerla viva. Tuvieron siempre un motivo para volver a tierra. Pero hay una realidad que los desafía más que una ola gigante, la falta de trabajo para sus hijos y su propia finitud. Una forma de la soledad. El fin de su historia. “Aquí la generación que trabaja la viña es la mía, de nosotros para abajo ya no hay. Aquí no hay trabajo para los jóvenes. No hay nadie aquí. ¿Qué le voy a decir a mi hijo que está en Portugal trabajando, que venga a trabajar la viña? Dirá ¡qué carallo! ¡Mis hijos no saben dónde quedan las viñas. No saben por dónde se va! Nuestra generación es la última”.

¿Cuál es el valor del patrimonio vitícola del Morrazo? “Ahí en el Morrazo encuentras sitios que te ponen los pelos de punta. Y hay sitios sin viñedo pero que lo tuvieron, que te acojonan más. Que dices ¡hostia, esto era tremendo! Tiene suelos de arena totalmente de arena, suelos de granito, suelos de granito y arena… cerca del mar, aunque esté al interior siempre estará el mar ahí. En la zona de Cela lo que más me sorprendió fue la orientación. Mientras aquí en el Salnés somos Sur y lo buscamos para madurar más, en Cela con orientación Norte, hay menos madurez pero lo que sorprende es la acidez. Aquí en el Salnés también hay mucha, pero en el Morrazo yo le llamo acidez cristalina, porque catas el vino y ¡la acidez se te mete en los ojos joder!” dice Rodrigo Méndez, Rodri, viticultor de estirpe familiar en la zona del Salnés, dueño de Forjas del Salnés, bodega emblemática con Deó Rías Baixas, que observa “aquí si no fuera por Antonio Portela, no te abre la puerta ni Dios”.

A Joan Gómez Pallarés, autor de Vinos Naturales de España (ed. Integral), también le impresiona el terroir de Cela, con sus vientos y humedad característicos y busca el rastro de la Tinta Femia en otros territorios históricos del vino. Lo encuentra en una cultura que va desde la Francia continental y remota hasta el Mediterráneo cálido y desde allí al noroeste extremo de la Península Ibérica. “Mar y brisa, sol y panal, cuarzo y mica, pendientes suaves, mutaciones que andan entre la Caíño Brava y la Sumoll, que van del Jura a Alella y de Alella al Morrazo”.

Las maneras de trabajar la tierra, conducir la viña y hacer el vino en la civilización Morrazo son muy dispares y van cambiando en el tiempo. La mezcla de tradición con una idea de modernidad asociada a lo técnico, puede dar resultados que se alejen del camino artesano. Pero mientras el núcleo duro de los viejos viva, mantendrán viva una viticultura ancestral única. “A ver, aquí nosotros seguimos la tradición de los viejos” dice José Penas Crujeiras, Seso, hombre de mar jubilado y colleiteiro, acentuando las gés hasta convertirlas en jotas ásperas. “En esta esquina el vino que se hace no lleva producto de ninguna clase… Lo hago siguiendo la forma tradicional de mi suegro y él lo hacía con raspón y natural, natural, natural.”

¿Qué hay que esperar de un vino de Tinta Femia? El único tipo con la solvencia para definir la tipicidad de la Tinta Femia es Antonio Portela, de la Asociación Gallega de Sumilleres, viticultor vigués en el Morrazo. “La Tinta Femia no es tan seria como el Caiño Redondo del Salnés. Su boca es vibrante, tiene un pelín más de acidez, un pelín menos de alcohol y aromáticamente es intensa y punzante”. Dice que sólo hay dos vinos que aguantan un maridaje desde los entrantes al postre, “el champán y la Tinta Femia… No he visto otro vino que te aguante como la Tinta Femia, parece que no tiene alcohol, que no tiene grado, pero…”

Unos cuantos coinciden en que el lugar en que se bebe es determinante de la máxima expresión del vino y que definitivamente tiene que ser bebido entre ellos ahí en su terriña a partir del mes de mayo que es cuando se pone bueno porque antes está muy duro.

En el Morrazo todo son microviñas. Ninguna llega a la hectárea y están dispersas en el territorio; dan trabajo y cuesta mucho dinero mantenerlas. “Lo que en el Salnés gracias al ordenamiento territorial que vino con la Deó Rías Baixas, lleva tres horas, aquí lleva tres días”, dice Fernando García Cendón, presidente de la Asociación de Viticultores de San Martín de Bueu, jubilado bancario y presidente de la Asociación de Viticultores de San Martín de Bueu desde hace 14 años. Su figura es de consenso. Una máquina de tejer vínculos sociales que recuperó, con acierto, una de las actividades fundamentales de la zona. Fernando vive con preocupación el abandono y en este sentido, él y los viejos saben que un perfil como el de Antonio Portela es imprescindible para asegurar futuro; alguien que va conociendo el territorio del Morrazo como la palma de su mano, aunque sea vigués; que tiene una pulsión clara, un conocimiento técnico y el poder de cata para establecer cuál es la tipicidad de la Tinta Femia. Alguien que siembra, cuida y cosecha cultura.

Pero como dice la expresión popular “sin manitas no hay galletitas”. Así que todo este relato puede ser tragado por las fauces del kraken y desaparecer si no se ponen sobre la mesa los recursos económicos imprescindibles para sostenerlo. El problema es que aquí el único negocio es conservar cultura.

Malena Fabregat

 

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