Navegamos. Con el sol que hace brillar el salitre en la piel. Con las brisas oceánicas que entre las islas Cíes y Ons se cuelan para, después de ascender al Facho de Luz, propagar todo su magnetismo, las energías de los ancestros, sus pegadas, todas las plegarias imploradas desde su cumbre y los sueños de los devanceiros, para extender sus aires desde la proa telúrica de la península a la Gallaecia entera.
Las viñas que moran en las faldas del Facho del Alén, de las Illas de los Dioses, de los arenales del paraíso, de los lares de Berobreo, dan el fruto al primer trago del más allá, cara al horizonte del solpor. Son el testimonio de los clanes vitícolas que forjaron la identidad de los vinos galaicos desde su occidente oceánico, para señalar en el puro epicentro de las rías más baixas la auténtica personalidad y la esencia de la viticultura atlántica. Identidad sin contaminar, sin prostituir, virgen de gestores y de la ingeniería transformadora de la arquitectura vitícola tradicional, que era la ligazón natural con el territorio, un armazón fraguado por la experiencia de generaciones de viticultoras ó longo dos tempos, simbiosis del suelo del lar con la cepa, el cielo y el vento mareiro. Territorio liberto de organismos reguladores, donde el furancho salvó a un vino artesanal limpio, respetado y reputado, apegado a su gente y a sus productos mareiros. Aunque en el imaginario de los consumidores y sumilleres figure la representación prostituida del furancho como la verdadera.
La Tinta femia oceánica de la proa del Morrazo es un clon del Caiño redondo adaptado a su terroir; por lo tanto, con un comportamiento vitícola diferenciado. Otras variedades nominadas Caiño como el Caiño longo miñoto (O Rosal, O Condado y O Ribeiro) o el Caiño da terra (la Zamarrica de la raia gallego-portuguesa) tienen cada uno de ellos unas características vitivinícolas distintas; por ello la referencia “Caiño tinto” que últimamente algunos utilizan en sus etiquetas crea confusión. Mientras que con las referencias territoriales y de origen se busca especificar y citar la procedencia más concreta, en lo varietal se intenta lo contrario.
La Tinta femia es seguramente el vino tinto más versátil y gastronómico, por algo su historia pasa del furancho al tres estrellas sin solución de continuidad, sin fases intermedias. Pero la Tinta femia asoma entre el vocerío del presente escenario vitícola galaico encontrando una parecida representación a la que hace veinte años hallábamos los que nos introducíamos en él, pero con diferentes actores vitícolas. En aquel tiempo se seguía con fidelidad el rodillo del Rioja seguido de un Ribera del Duero in crescendo, con la nota galaica del tsunami Albariño acompañado de una genérica Mencía relegada a la categoría de regional preferente. A aquellos compañeros se le fueron sumando una nueva hornada de actores del vino ensimismados con la grandee del vino francés (con cualquiera de sus esquinas, comarcas y parroquias vitícolas) salpimentado de piamonteses Barolos, hondonadas de Riesling de cualquiera de las riberas Ruwer, Saar o Mosel, con un breve aperitivo georgiano y la nueva promoción de vinos del “nuevo” mundo nuevo. Lo de Portugal no acabó de cuajar del todo, quizás demasiado galaicos.
Hace veinte años soñábamos con esta eclosión, y pusimos todo lo que pudimos para que así fuera: desde el asociacionismo, la formación, el gran curso de sumiller que se armó, desde revistas, periódicos, blogs o con diferentes eventos. En una nueva generación de comunicadores que propagaran, difundieran, promovieran, irradiaran y nos sirvieran esos vinos, pero… pasarse de un extremo al otro, ir sobre valores seguros, sin arriesgar, sin apostar, sin aventurarse, es lo más fácil. Para ese viaje no hacían falta tantas alforjas.
Hubo un tiempo que intentábamos avanzar destruyendo el cargamento de prejuicios establecido: como el sempiterno los tintos gallegos no admiten ‘crianza’, la marginación de los varietales tintados -Merenzaos, Caiños, Brancellaos, Espadeiros…-, la negación de la longevidad de los blancos, la minusvaloración de las maneras tradicionales de elaborar, la discriminación de la viticultura ecológica, natural o biodinámica (aún se escuchan sus risas), el ostracismo de territorios antiguos del vino -Betanzos, Barbanza, Quiroga, Negueira, Bibei…-, la defensa de la diversidad y riqueza territorial de los diferentes valles, ribeiras, comarcas o parroquias dentro de la uniformidad impuesta dentro de las denominaciones de origen.
Apostábamos sin miedo por lo que todavía no era pero que podía ser, por los que eran simple germen de pequeños proyectos, a veces incluso antes de tener el vino comercializado, proyectos ahora ya reconocidos y laureados. Ellos eran los síntomas anunciadores del futuro que se acercaba, de lo que hoy es un esplendoroso presente. Pero si ahora no apostamos por los nuevos proyectos que con inmensas dificultades se van fraguando, es imposible que salgan adelante y no mueran. Hay una viticultura, unos territorios y un futuro que depende de estas nuevas semillas; los que ya son y están no garantizan el futuro. Si no se cree en ellos, en quienes lo merezcan según cada criterio, nunca llegarán a demostrar lo que ya se les exige.
Es ilógico tener en la estantería etiquetas de cualquier esquina inimaginable del mundo wine y no emocionarse con lo nuevo, e inimitable, que florece en este país, admirado y buscado fuera de él.
Ahora toca liberarse de otros prejuicios que impiden la objetividad y también la Emoción.
Antonio Portela